Antes de que me enviaran a Sikkim para mi formación, fui criado en las aldeas remotas de Bután, principalmente por mis abuelos y mi madre. Mi padre estaba trabajando en Kurseong, cerca de Darjeeling, como locutor y lector de noticias para la radio All India. La única radio en los alrededores pertenecía a mi abuelo, quien rara vez la usaba, por lo que había pocas distracciones en el pueblo. Por las noches, mis abuelos contaban historias y así es como empecé a aprender sobre el mundo.
A mi abuela le gustaba contar historias sobre los lamas y los grandes practicantes. Estas no eran solo lecciones de historia, realmente entraba en detalle sobre cómo vivían los grandes maestros, en qué tipo de habitaciones se alojaban, qué comían, cuántos asistentes tenían. La institución de los Dalai Lamas y otros lamas en el Tíbet no era solo espiritual, tenía este esplendor, un subproducto de las generaciones de lamas que jugaron un importante papel tanto en asuntos espirituales como seculares. Recuerdo historias de alfombras de seda y copas de jade. De algún modo, era más fácil para la gente corriente identificarse con el deslumbrante lado mundano de las cosas ya que era más inmediato y aparente. Eso sí, las historias que me contó mi abuela puede que no fueran correctas, ya que todo lo que me contó lo había oído de tercera o cuarta mano.
A mi abuelo Lama Sonam Zangpo también le gustaba contar historias. Me contó que, cuando era joven, una vez hizo 100.000 ofrendas de mandalas enfrente de la estatua del Buda Shakyamuni, conocida como Jowo, en el Templo de Jokhang en Lhasa. Jowo significa hermano mayor o noble u hombre de alto rango. Es tan conmovedor que los antiguos tibetanos usaran un título tan personal y humano al referirse al Buda Shakyamuni. Esta estatua de Jowo en particular fue traída al Tíbet por el Rey Songtsen Gampo como parte de la dote de la princesa china Wencheng de la Dinastía Tang. Los tibetanos creen que no es solo una estatua hecha de piedra, sino que de hecho es Shakyamuni en carne y hueso. Incluso hoy, peregrinos de las diez direcciones se postran durante meses y kilómetros, con el objetivo de llegar a Jokhang para rendir homenaje a Jowo. Mi abuelo no fue una excepción.
Una vez, cuando mi abuelo estaba haciendo esta ofrenda de 100.000 mandalas, el 13º Dalai Lama, Thubten Gyatso, con todos sus tshedung (secretarios), vino a rendir homenaje al Jowo. Mi abuelo tenía una memoria excelente y podía volver a contar todo sobre este encuentro con vívido detalle: los secretarios con sus barbas y bigotes, las impresionantes túnicas, el despliegue de majestuosidad. El Dalai Lama estaba rodeado de fornidos dopdops (monjes guardaespaldas) que eran seleccionados no por sus méritos espirituales o académicos sino por su altura.
También describió haber visto a Sikyong Reting, Thubten Jamphel Yeshe Gyaltsen, quien más tarde reconoció al 14º Dalai Lama. Mi abuelo recordaba que Sikyong Reting era muy guapo en su adolescencia, aunque años después se enfrentó a muchas tragedias.
Estas fueron las historias con las que crecí, de la misma forma que algunos niños crecen con cuentos de hadas, y todavía siento su influencia. Al recordar estas historias, me doy cuenta de que hay una lección que aprender. A pesar de que mi abuelo era un asceta en el linaje de Milarepa, que enseñó un estilo de vida sencillo y vivió como enseñaba, nunca menospreció con condescendencia el estilo majestuoso y el esplendor de muchos grandes bodhisattvas. Mis abuelos valoraban ambas formas de vida, la simple y la no tan simple. Contaban las historias de grandes séquitos con el mismo respeto, o incluso más, como contaban las historias de habitantes de cavernas. Apreciaban a los seguidores serenos y puros del camino del vinaya, con su énfasis en la decencia y el celibato, al igual que veneraban el camino de los grandes yoguis que eran aparentemente salvajes y poco convencionales. Se nos enseñó a considerar a Kashyapa, Shariputra, Tilopa y Naropa como héroes. Al mismo tiempo, las historias de Drukpa Kuenley, conocido como el loco divino, que se hizo un nudo en el pene y fingió ser una monja para poder vivir en un convento, eran contadas con humor y reverencia.
Una de las historias que más me intrigaba cuando era niño era la del sombrero volador de Rangjung Rigpe Dorje, el 16º Karmapa. Algunas de las personas con las que me relacionaba por aquel entonces mencionaron que había algo especial en cómo el Karmapa sostenía su sombrero durante las ceremonias. Decían que si no lo agarraba, saldría volando. Como podéis ver en las fotos de él en el trono, a menudo está sentado con una mano levantada hacia su corona negra. Una teoría era que había sido tejido con el cabello de 100.000 dakinis y, como son criaturas voladoras, el sombrero podía volar.
Después de que me entronizaron como tulku, tuve la gran fortuna de conocer al 16º Karmapa en persona. Yo tenía 6 o 7 años. El Monasterio de Rumtek estaba bastante cerca del monasterio del palacio del Maharajá de Sikkim en Gangtok, donde me estaban preparando. (A finales de la década de los 60, Sikkim todavía era un reino independiente). Mi tutor, Lama Chogden, y mi asistente, Tashi Namgyal, estuvieron enseñándome cómo postrarme y la manera correcta de ofrecer un pañuelo ceremonial durante varios días antes de mi primera visita a Su Santidad.
Durante el camino en coche de Gangtok a Rumtek, había una sensación de mariposas en mi estómago. Cuando nos acercamos, tuve el impulso natural de revisar mis hábitos y asegurarme de que todo estaba correcto, aunque nadie me había dicho que lo hiciera. El Karmapa era tal personificación inmaculada de las bendiciones, exudaba una cualidad majestuosa que nos alcanzó incluso cuando todavía estábamos de camino hacia el monasterio. Más tarde, supe que había otra cara de esta cualidad.
Cuando vi a Su Santidad el Karmapa por primera vez, me sentí abrumado no solo por él como persona sino por todo lo que le rodeaba. Se había puesto especial cuidado y atención en todos los detalles para su sinfín de visitantes, desde plebeyos hasta dignatarios. Incluso a esa edad, tuve un fuerte sentimiento de admiración.
Después de esa primera vez, tuvimos visitas frecuentes. A veces nos recibían en grupos y otras veces no había nadie más que yo. Nos reuníamos en su cuarto donde él se sentaba sobre algo que era como una cama pero también un trono, con pinturas elaboradas y situado diagonalmente. Tenía una mesa enfrente de él y en un lado había filas de asientos de estilo tibetano. En el centro había una alfombra enorme, la más grande que jamás haya visto. Toda esta instalación en Rumtek era simplemente increíble. Tenía tantas cosas valiosas en su habitación. Lama Chogden y Tashi Namgyal siempre le daban mucha importancia a estas reuniones, igual que si fuera la primera vez. Visitar al Karmapa siempre fue algo que estaba deseando, en parte porque las comidas eran muy elaboradas. Nuestro Khyentse Labrang no era tan pudiente y nunca vimos ese tipo de comida. Pero también iba con la idea en mente de que podía haber una oportunidad de una “audiencia con el sombrero”, y eso era muy emocionante para mí.
Las ceremonias del sombrero se llevaban a cabo en una hermosa habitación del monasterio, siempre impregnada por el aroma del incienso ardiendo. Recitábamos oraciones a Avalokiteshvara mientras esperábamos a que llegara Su Santidad, porque se sabía que era Avalokiteshvara en carne y hueso. Primero venía una procesión de sus asistentes, tan solemne, incluido el tercer Jamgon Kongtrul Rinpoché y muchos otros tulkus de alto rango. Luego venían los trompetistas que guiaban a Su Santidad a la habitación. Él llevaba puesto su dakshu, el sombrero Karma Kagyu, hecho de brillante hilo dorado. Lo seguía otro asistente, que llevaba la famosa caja del sombrero negro, envuelta en una hermosa seda. El asistente llevaba un pañuelo al hombro y respetuosamente se cubría la boca con su hábito, no fuera a respirar en el sombrero.
La apertura de la caja la hacía Su Santidad y nadie más. Ese era el momento que yo tanto esperaba. En mi mente de niño, estaba convencido de que cuando se abriera la caja de sombreros, el sombrero saldría volando por sí solo. Fui a varias de estas ceremonias de sombrero, y cada vez, justo cuando Su Santidad abría la caja, yo observaba atentamente si el sombrero se movía. Pero de alguna forma Su Santidad se movía con tanta gracia, quitándose el sombrero amarillo y sacando el sombrero negro con tanta rapidez y desenvoltura, que nunca hubo un momento en el que él no tuviera el control. Durante mucho tiempo, no tuve ninguna duda de que el sombrero negro podía volar, si tan solo lo dejasen en libertad.
Otra fascinación para mí cuando era niño es que esta majestuosa e inmaculada personificación de las bendiciones también podía actuar de manera tan normal. Usaba un lenguaje realmente grosero. Si uno de sus asistentes cometía un error, podía decir “paro saju”, que significa “cómete el cadáver de tu padre”. Y cuando hablaba con otros respetados rinpochés, se dirigía a ellos con un lenguaje familiar o básico, como “khorey”, que es como decir “hola tú”. Él hacía esto incluso con Kyabje Dilgo Khyentse Rinpoché.
Y aún más impactante fue algo más que salió de su boca. Uno de mis recuerdos más claros del Karmapa era cómo, de vez en cuando, cogía un papel de debajo de la mesa y escupía su saliva. La saliva era negra. Estaba tan intrigado. El lado Dudjom de mi familia, el lado de mi padre, siempre ha sido muy anti-tabaco, y aquí estaba este gran lama masticando tabaco en público. Le pregunté a Lama Chogden: “¿Por qué sería que el Karmapa masca tabaco? ¿No es algo realmente malo?” Lama Chogden respondió: “Seres comunes como nosotros, incluso si intentamos durante eones comprender cómo y por qué estos grandes seres caminan en esta tierra, nunca lo entenderemos”. Me dijo que no debía tener una mente crítica.
Esto no fue difícil de hacer para mí. No sé si fue devoción, pero sin esfuerzo y sin ninguna duda sentí que Su Santidad siempre me protegería. Ese sentimiento nunca ha disminuido. No solo fue un gran lama, también era un rey poderoso.
Una vez visité a Su Santidad en Nepal en Ka-Nying Shedrup Ling. Estábamos sentados solos en su sala de estar y de repente me miró fijamente durante mucho tiempo. Entonces levantó una pequeña estatua de un ciervo de madera y me la dio, diciendo: “Espero que seas tan compasivo y cariñoso como este ciervo”. Después de un rato, eligió un león de mármol y dijo: “Espero que seas tan valiente como este león”. Todavía tengo el león, pero he perdido el ciervo. Probablemente también he perdido la compasión.
Pero trato de apaciguarme con esta historia de pájaros:
El Karmapa coleccionaba muchas aves exóticas. Una vez, cuando lo estaba visitando en Nepal, uno de sus pájaros se escapó de su jaula. Este pajarito azul muy pequeño y caro era un regalo de un esponsor con mucho dinero y necesitaba una jaula especial, aire acondicionado y todo tipo de tratamiento especial. Todos los monjes y tulkus lo perseguían como locos tratando de atraparlo. Yo solo estaba de pie cerca del Karmapa, mirando. De repente, el pájaro voló y se posó en mi hombro. El Karmapa estaba feliz como un niño. Me dio las gracias como si yo hubiera hecho algo intencionadamente para atrapar al pájaro. Dijo: “Esto significa que has practicado la bodhicitta en el pasado”. Eso me dejó una impresión más profunda que toda la filosofía que estudié durante años y años.
Estar cerca de Su Santidad, y también tener esta educación en particular, me inculcó la importancia de no caer en los extremos. Exponer a los niños a diferentes tipos de héroes no se trata de confundir al niño, sino de sentar las bases de la no dualidad.