El señor Mao era un chino alto, de hombros anchos y de buena constitución. Con más de setenta años, era calvo excepto por un flequillo de canas de oreja a oreja, pero su tez fresca, sonrosada y su sonrisa pícara le daban un aire de adolescente travieso que siempre anda metido en líos.
Por cierto, mi señor Mao era una persona bastante diferente a ese otro señor Mao de Hunan, celebrado por liberar a millones de chinos de las cadenas del feudalismo iracundo y vilipendiado por la despiadada e irreversible estupidez de la Revolución Cultural.
Mi señor Mao era de Tai Chung, en Taiwán, y era seguidor del Dharma del Buda. Como su actitud estaba teñida de creencias taoístas, sospecho que llegó al budismo bastante tarde en su vida. Dicho esto, no tenía nada de practicante taoísta serio (un fenómeno común entre los chinos), pero nunca me armé de valor para preguntarle sobre ello. Cuando conocí al señor Mao, había adoptado un tipo de pensamiento taoísta casi chamánico, unido a un puñado de aspiraciones budistas que se intensificaron bastante cuando se puso de moda que los taiwaneses se embriagaran de su recién redescubierto budismo tántrico.
Los taiwaneses son un pueblo excepcionalmente cálido, y se dice que esa calidez es una herencia del confucianismo. Incluso existe una palabra para ello: «ren-ai». Si miras un mapa de Taiwán, verás el municipio de Ren-ai, el distrito de Ren-ai, restaurantes de Ren-ai e incluso una carretera de Ren-ai en la ciudad de Taipei. El señor Mao rebosaba de ren-ai. Era cálido, amable y generoso, y estaba entregado por completo al Dharma del Buda. Pero también tenía una gran debilidad. Le resultaba casi imposible resistirse a la buena comida y a las grandes cantidades de licor fuerte. Los asiáticos, en especial los budistas chinos, suelen juzgar si una persona es un verdadero budista o no por su conducta (los buenos budistas no comen carne ni beben alcohol, etc.) y no por la frecuencia con que piensa en la impermanencia y la naturaleza ilusoria de la vida. La conducta y el buen comportamiento, el propio y el de los demás, es la vara con la que miden un «buen budista», no la amplitud de la perspectiva «correcta» de una persona. No es de extrañar que el señor Mao se sonrojara tímidamente tras atiborrarse de comida o darse un atracón de sake, como si dijera: «Lo sé, lo sé y es verdad. De verdad que soy el peor budista del planeta».
En 1984 yo todavía era joven y estaba empezando a explorar el mundo fuera de mi tierra natal del Himalaya. A menudo me he preguntado si fue mi entusiasmo por todo lo que no era del todo ético o sano lo que me atrajo al señor Mao. Sea como sea, pronto nos hicimos muy amigos, congeniando en torno a cosas varoniles que poco tenían que ver con el Dharma.
Al igual que muchos taiwaneses de su edad, el señor Mao estaba embelesado por todo lo japonés y hablaba de Japón sin parar (a pesar de que Japón colonizó Taiwán a principios del siglo XX, de lo que aún se pueden ver rastros). Para el señor Mao, todo lo japonés, las montañas, los árboles, los templos, eran «fabulosos», «perfectos», «fuera de este mundo», y los japoneses eran elegantes y siempre iban muy bien vestidos (no paraba de hablar de ello). También le gustaba alardear de lo que me parecía un japonés fluido. En lugar de responder al teléfono con el habitual «¡Wai!» chino, gritaba: «¡Moshi Moshi!», lo que molestaba a muchos de sus amigos, cuya vivencia de lo japonés en aquella época era mixta.
Cuando nos conocimos, el entusiasmo del señor Mao por familiarizarme con todos los aspectos de la cultura japonesa era tan grande que decidió pagarnos a los dos un viaje a Tokio y Kioto. Y para ser sincero, no hizo falta que me convencieran mucho. Estaba más que entusiasmado por ver ese mundo mágico por mí mismo.
Antes de conocer al señor Mao, mis conocimientos sobre Japón eran escasos. Al haber crecido en la India, ya había aprendido a respetar la etiqueta «made in Japan» (por aquel entonces, la marca Seiko era tan deseable como lo es hoy Patek Phillippe), convencido de que indicaba la máxima calidad. Sabía un poco sobre Pearl Harbour por las películas americanas, aunque la representación de la brutalidad japonesa me incomodaba. También había oído hablar de cómo Estados Unidos había lanzado bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, pero hasta la fecha ese horror era algo que se me había escapado.
Pisé por primera vez el país del sol naciente una noche fría y húmeda de diciembre de 1984. El señor Mao lo organizó todo. Con la energía de un verdadero fanático, nos reservó excursiones en autobús una detrás de otra. Nos levantábamos antes del amanecer, y rara vez volvíamos al hotel antes de bien pasada la puesta de sol, después de habernos entregado a una serie de guías turísticos muy eficientes que nos acompañaban por tantos monumentos famosos, jardines y distritos comerciales como era humanamente posible.
Nuestro hotel nos proporcionó quizá las habitaciones más pequeñas del mundo. Aún así, la mía me proporcionaba todo lo que necesitaba, incluido un cepillo de dientes, un peine, zapatillas y, por suerte, un televisor. La televisión japonesa me cautivó y, en lugar de dormir, a menudo la veía hasta el amanecer. Fue en esa pequeña pantalla de televisión donde vi por primera vez y me enamoré al instante de Momoe Yamaguchi, la actriz japonesa que protagonizó Izu no Odoriko, de Katsumi Nishikawa. No tenía ni idea de que esta película tenía un enorme seguimiento de culto en Japón en aquella época, y solo mucho más tarde descubrí que estaba basada en una historia del premio Nobel Yasunari Kawabata.
Como era de esperar, dada mi edad, mi lealtad a la deslumbrante Momoe Yamaguchi no tardó mucho en verse eclipsada por una devoción aún mayor hacia la embriagadora Setsuko Hara, que todavía sigue en mi mente como una de las mujeres japonesas más poderosamente inspiradoras que he conocido. Pero a veces me pregunto si su gran efecto en mí fue por ella misma, o porque estaba dirigida tan exquisitamente por el formidable Yasujiro Ozu.
El señor Mao tenía un especial interés en mostrarme la famosa vida nocturna de Tokio, aunque debo admitir que mi primera impresión de Asakusa, en el casco antiguo, fue de un breve choque cultural. Pero pronto lo superé y me sentí tan entusiasmado como el señor Mao por explorar Tokio al anochecer. Si no estábamos vagando por Asakusa, estábamos probando las delicias de Harajuku, donde las chicas japonesas lucían los zapatos de plataforma más altos e imponentes jamás creados y minifaldas tan cortas que parecían más bien cinturones.
El fenómeno del karaoke acababa de aterrizar en Japón y luego se extendió con rapidez por Taiwán, Corea y el resto de Asia. A principios de los 80, el karaoke estaba de moda y al señor Mao le encantaba. Su mirada seguía al pie de la letra la canción y cantaba a pleno pulmón mientras miraba embelesado la pantalla del karaoke. Al principio, me sentí avergonzado por él porque era bastante malo como cantante. Luego me di cuenta de que hombres como el señor Mao iban a esos bares para deshinibirse, volcando en su canto todas sus esperanzas, miedos, amores y deseos. Es probable que fuese su única oportunidad de expresarse. Los vídeos que veían al cantar eran de cantantes populares, incluidos los últimos rompecorazones adolescentes, y las canciones que cantaban eran casi siempre sobre el enamoramiento. Me intrigaba lo satisfactorio que era para estos asiduos cantantes de karaoke tomar prestados los looks y las actuaciones de los jóvenes a través de la pantalla de vídeo (incluidos los arreglos musicales y los músicos de acompañamiento), y luego cantar con ellos, una y otra vez. A menudo era medianoche, a veces incluso más tarde, cuando el señor Mao y yo volvíamos a nuestro hotel, él a su cama, yo a mi televisor.
Como budista, los grandes templos zen, como Daitokuji o Sanjusangen-do en Kioto, me llenaban de orgullo. Recuerdo lo asombrado que me quedé al enterarme de que el espectacularmente bello templo Kiyomizu-dera es una sede de la escuela Chittamatra. Ni en mis sueños más locos había imaginado que la filosofía Chittamatra que estudiamos en la adolescencia siguiera vinculada formalmente a un templo. Aun así, no tardé en darme cuenta de que los japoneses casi habían perdido su aprecio por el Dharma del Buda y los valores budistas y, por primera vez, experimenté un profundo sentimiento de tristeza por esa pérdida. Los templos inmaculados y los meticulosos jardines zen de hoy en día son exquisitamente bellos, pero están vacíos.
Donde yo crecí, en lo alto de las estribaciones del Himalaya, la mayoría de los templos estaban llenos de actividad espiritual. Los edificios de los templos, desordenados y acogedores, estaban repletos de monjes, monjas, yoguis y devotos; las paredes y los techos estaban cubiertos de hollín por siglos de ofrendas diarias de lámparas de mantequilla, y el aire estaba cargado de incienso, ya que siempre se celebraba una u otra puja. Era muy diferente en Japón, donde había pocos monjes o monjas y los templos eran poco más que monumentos impecables y refinados a la integridad artística japonesa. A veces me pregunto si, dentro de cincuenta años, los templos tradicionales del budismo tibetano que los lamas están construyendo ahora por todo el mundo acabarán convirtiéndose también en mausoleos culturales.
Japón es un país muy caro y el señor Mao no era el más rico de los hombres. Consciente de lo mucho que se estaba gastando en mí, me mantuve firme en mi decisión de hacer un viaje corto. Quizás fue la brevedad de nuestra estancia en Japón lo que inspiró al señor Mao a llenar cada uno de nuestros días con tantas excursiones y compras. Y, como también estaba aprovechando al máximo mi pequeño televisor, apenas dormí.
Me aventuré a salir por mi cuenta una o dos veces, pero a menudo me perdía y tenía que pedir indicaciones. Todas las personas a las que me acercaba se desvivían por ayudarme, lo que me hacía sentir bastante culpable por haberles molestado. Un hombre muy amable me acompañó durante tres kilómetros para asegurarse de que encontraba la dirección correcta.
Fue durante una de mis salidas en solitario cuando me fijé en las impecables obras de carretera y de construcción de Japón. Tanto si se reparaban carreteras como si se instalaban líneas telefónicas o se construían rascacielos, la zona en la que se realizaban las obras estaba siempre impecablemente limpia y ordenada, con las herramientas y los materiales bien apilados y colocados. Me asomaba a los camiones en los que se guardaba el equipo de los obreros para contemplar con asombro las pulcras líneas de herramientas numeradas y con nombre, y a menudo deseaba que los monjes de mi país fueran tan ordenados y organizados, en especial los que cuidan de los santuarios y los templos. También me di cuenta, para mi asombro, de que además de un ejército de hábiles trabajadores de la construcción, cada obra empleaba de dos a cuatro oficiales de enlace, que se pasaban toda la jornada laboral pidiendo perdón a los transeúntes por las molestias que la obra les había causado.
Y luego estaban los encargados del aparcamiento. Muchos edificios urbanos de Japón tienen aparcamientos subterráneos. Cuando un coche entra o sale de un aparcamiento, un equipo de aparcadores aparece al instante para guiarlo hacia dentro o hacia fuera y para pedir a los transeúntes que perdonen las molestias. No me puedo imaginar que esto ocurra en ningún otro lugar del mundo, y menos en la India o en Nueva York. La mayoría de las empresas considerarían que un servicio de este tipo es una pérdida de sus recursos y del tiempo de los empleados. Pero este es precisamente el tipo de atención al detalle que hace de Japón, Japón.
El único lugar en el que nunca me perdí fue en la estación de tren de Shinjuku. A pesar del laberinto en expansión de líneas de tren, Shinjuku está tan bien diseñada que no necesité ningún japonés para orientarme. Al venir de un país en el que los trenes solo se retrasan, a veces una semana o más, me sorprendió descubrir que los trenes japoneses no solo son puntuales, sino que no se retrasan ni un segundo.
Disfruté en especial de las zonas más modernas de Tokio, como Shinjuku o la lujosa Omotesando, que están llenas de jóvenes a la moda, muchos de los cuales se visten como los personajes de cómics manga. A menudo tenía la sensación de que mis ojos estaban pegados a los trajes que los jóvenes elegían para presentarse, en especial los chicos. La atención que prestaban a los detalles y la cantidad de tiempo y de esfuerzo que dedicaban a vestirse para salir era alucinante. Un chico podía llevar solo unos vaqueros azules con un cinturón, una camisa blanca y una americana negra de buen corte con un bolso colgado del hombro, pero es probable que hubiera pasado al menos una hora, si no más, para conseguir ese look.
Un día, al sentarme en un vagón atestado de gente, me llamó la atención un elegante pie calzado con una zapatilla deportiva. Incluso para mis ojos, la zapatilla era una obra de arte. Miré el otro pie del portador y lo tuve que mirar dos veces. Era un mocasín, un mocasín tan bonito como la zapatilla, pero que seguía siendo un mocasín. Entonces me di cuenta de que el pie de la zapatilla llevaba un calcetín de tartán y el del mocasín un simple calcetín de cuadros. Intrigado, mis ojos recorrieron poco a poco el cuerpo del hombre que tenía delante. Sus vaqueros negros, rotos a la moda por debajo de la rodilla dejaban al descubierto los calcetines, ceñidos y sujetados con un cinturón ancho de cuero con una gran hebilla metálica de vaquero. Por arriba un suéter de cuello alto de color púrpura finamente tejido, su chaqueta a rayas era de color añil. Mientras se agarraba a una correa de cuero para estabilizarse, vi que llevaba anillos en cada dedo y en el pulgar, y pulseras alrededor de las muñecas. Para rematar, llevaba un sombrero negro de caballero perfectamente colocado en su cabeza y una larga trenza negra colgaba hasta la mitad de su espalda. En definitiva, una obra maestra.
A medida que se acercaba la fecha de mi partida, me di cuenta de que debía aprovechar al máximo cada segundo que me quedaba en ese país extraordinario. Aquella noche, mucho después de la medianoche, me encontré sentado en otro vagón de metro abarrotado, deleitando mis ya cansados ojos con maravillosos bolsos, zapatos, chaquetas, manicuras extravagantes y todo tipo de sombreros. (Hoy todo el mundo estaría absorto en sus teléfonos. En aquella época, enterraban sus narices en los cómics Manga).
De repente, en el otro extremo del vagón, me pareció ver… No, estaba seguro de haber visto… ¿Podría ser? Me incliné hacia adelante para ver mejor. ¡Sí! El gran Fudo Myo-o estaba sentado en el mismo vagón. Negro, fornido y musculoso, una gran melena rizada se amontonaba sobre su cabeza, una trenza colgaba sobre su hombro izquierdo y sus dos colmillos eran obvios, uno apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Por un momento, el tiempo se detuvo. Luego tuve que apartar la vista, ya que la fuerza de aquella visión momentánea me sobrecogió. Durante unos segundos, apenas me atreví a levantar la vista. Luego, ardiendo de curiosidad, levanté los ojos para echar otro vistazo. Pero ya no estaba.
¿Era un fantasma? ¿Un espejismo? ¿Una visión? Quién sabe. En aquel momento me pregunté si verlo era un síntoma de la fatiga provocada por nuestro agotador itinerario diario. O el efecto de la gran cantidad de programas de televisión que había devorado, la mayoría de los cuales trataban sobre samuráis, ninjas y yakuzas, cuyos cuerpos tatuados a menudo mostraban vívidas representaciones de Fudo Myo-o. Pero, pensándolo bien, había estado en mi mente durante toda esa visita, sobre todo desde que me enteré, en una de las excursiones en autobús del señor Mao, de que Japón tiene su propia marca de budismo Vajrayana. Como seguidor del Vajrayana, este descubrimiento me entusiasmó y, desde entonces, sacrifiqué de buen grado varias cenas en restaurantes y expediciones de compras para visitar uno o dos de los grandes santuarios tántricos de Japón.
Fue durante esa visita cuando, por primera vez (en un viaje repleto de primicias), conocí el budismo Shingon. La complejidad de los mandalas y los santuarios prístinos Shingon, concebidos al detalle y organizados a la perfección, no podían ser más distintos de los templos indios y tibetanos, y me cautivaron. Como escribió el gran autor japonés Jun’ichiro Tanizaki en su ensayo Elogio de las sombras:
En la arquitectura de los templos, la sala principal se encuentra a una distancia considerable del jardín; la luz es tan tenue que, sea cual sea la estación del año, en días despejados o nublados, por la mañana, al mediodía o por la noche, el pálido y blanco resplandor apenas varía. Y las sombras en los intersticios de los nervios parecen inmóviles, como si el polvo acumulado en las esquinas se hubiera convertido en parte del propio papel. Parpadeo con incertidumbre ante esta luminiscencia de ensueño, sintiendo como si una película brumosa me impidiera ver. La luz del papel blanco pálido, impotente para disipar la pesada oscuridad del rincón, es en cambio repelida por la oscuridad, creando un mundo de confusión donde la oscuridad y la luz son indistinguibles. ¿No habéis percibido vosotros mismos una diferencia en la luz que inunda una habitación así, una rara tranquilidad que no se encuentra en la luz ordinaria? ¿No habéis sentido nunca una especie de miedo ante lo eterno, un miedo a que en esa habitación se pierda toda la conciencia del paso del tiempo, a que pasen incontables años y al salir descubráis que habéis envejecido y encanecido?
El impacto de esas sombras japonesas era inmenso. Al igual que los jóvenes japoneses se esforzaban tanto en su apariencia personal, para mí estaba claro que tanto los antiguos shogunes japoneses, como los samuráis, los emperadores y los laicos habían puesto todo su empeño, su corazón y su mente, en cada detalle de sus templos, incluida la colocación de las ventanas de forma que la luz del sol incidiera en el santuario de la forma adecuada.
Muchos templos Shingon albergan estatuas y mandalas impresionantes. Por todas partes vi mandalas del Sutra Mahavairocana y del Sutra Vajrashekhara[1] rodeados de imágenes de las principales deidades y sus séquitos. Sin embargo, incluso en tan ilustre compañía, las estatuas y pinturas de Fudo Myo-o eran imposibles de pasar por alto. Tal vez sea la deidad japonesa más querida y solicitada, su rostro y su forma —ya sea tallada en piedra, pintada en las paredes, impresa en un bloque de madera o descrita en caligrafía— son inconfundibles.
A diferencia del querido Nataraja de la India, el Shiva danzante, que es adorado por sus curvas sensuales, la fuerza elástica de sus esbeltos miembros, sus hombros anchos y el perfecto aplomo de su pie izquierdo levantado con elegancia, Fudo Myo-o es enigmáticamente amenazante, poderoso, incluso inquietante. Aunque algunas de las estatuas que vi en Japón lo representaban con los dos ojos abiertos y saltones bajo un fiero ceño, o con un ojo mirando hacia arriba y el otro hacia abajo, la imagen que mejor conozco lo muestra con un ojo abierto y el otro cerrado. Su boca hace una mueca de dragón chino o de rana, a menudo con un lado abierto y el otro cerrado, mientras que sus colmillos siguen la dirección de sus ojos, uno apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. La mayor parte de su espesa y rizada cabellera está atada en un moño flojo, con una sola madeja trenzada que cae sobre su hombro izquierdo. Lleva una espada en la mano derecha y un rollo de cuerda en la izquierda. De color negro o azul oscuro, es de constitución robusta y parece a la vez inamovible y listo para entrar en acción en cualquier instante. Ya sea sentado o de pie en medio de un infierno de llamas, domina el espacio que le rodea con absoluta autoridad. Si alguna vez te encuentras en una habitación con una imagen de Fudo Myo-o, no tendrás ojos para nadie más.
Por aquel entonces apenas tenía dinero propio y lo poco que tenía me lo gasté en postales y láminas de Fudo Myo-o. Sentía que quería presumir de él solo porque era tan magnífico, quizá de la misma manera que a algunas personas les gusta presumir de sus amigos guapos y carismáticos en los bailes o las fiestas de etiqueta.
He practicado Arya Achala desde que tenía seis años y, de niño, pasé muchas horas escuchando historias maravillosas sobre él. Atisha Dipamkara, por ejemplo, navegó una vez de la India a Indonesia para pedir a Dharmakirti enseñanzas sobre cómo ser amable. Cuando el barco salió de la bahía de Bengala, quizá para navegar por el estrecho de Malaca, se desató una tormenta tan violenta que el barco empezó a hundirse. Atisha rezó de inmediato a Arya Achala (nombre indio de Fudo Myo-o), quien en cuestión de segundos, apareció hasta la cintura en el océano para elevar el barco por encima de las furiosas olas. Este es el tipo de historias con las que crecí.
Desde que el señor Mao me presentó al más elegante de los países, he abierto mi mente a la cultura japonesa, sus libros, sus películas, su música y demás. He leído traducciones al inglés de muchas de las novelas de Yukio Mishima y he comido en su restaurante favorito de tonkatsu en Tokio. He leído varias historias de Yasunari Kawabata, he escuchado Kokoro de Natsume Soseki y he visto las películas de Yasujiro Ozu. ¡Qué gran artista! Sin mover su cámara ni un centímetro, un montón de ropa sucia puede hacerte llorar o hacerte estallar de la risa. He visto varias de sus películas una docena de veces o más, y siempre caigo en una depresión después de la película porque sé que nunca podré igualar sus extraordinarios logros.
La comida gourmet tradicional japonesa no es de mi agrado; mi paladar aún no ha adquirido el nivel de sofisticación necesario para apreciar este estilo de cocina. Hay casi demasiado que admirar: la disposición de los bocados, las combinaciones de colores, el tamaño de las porciones, el sabor, etc. Como provengo de una cultura más tosca, es mucho más probable que me tome un tazón de ramen en Hakata Nagahama Ramen Miyoshi, en Kioto, que pruebe uno de los muchos restaurantes japoneses con tres estrellas Michelin.
He visitado Japón más veces de las que puedo recordar y mi respeto por la precisión, el orden, la atención al detalle y, por supuesto, la elegancia y la etiqueta de los japoneses no ha hecho más que aumentar. Una vez pasé una semana en unas termas de un pueblo de las afueras de Tokio. La estación de tren del pueblo era minúscula y el bar de fideos de soba que estaba metido en una de sus esquinas era aún más minúsculo —pero, los japoneses son maestros incomparables en el arte de aprovechar al máximo los espacios diminutos. Comí en ese bar de fideos muchas veces y la calidad de la comida era siempre excelente. Ni una sola vez varió o disminuyó la textura de los fideos o el sabor de la salsa fría. Me llevaba un libro y me sentaba durante horas a leer, a observar a la gente y a tomar café. Todo ese café me hacía ir al baño al menos una vez, algunas veces más, pero no importaba cuántas veces fuera, el papel higiénico siempre estaba doblado con pulcritud.
A nivel tecnológico, Japón es uno de los países más avanzados del mundo. En la década de los 60, los ingenieros japoneses fueron pioneros en el diseño de trenes de alta velocidad y desde entonces han construido una red ferroviaria revolucionaria para sus Shinkansen o trenes «bala». Todo lo que hacen los japoneses, lo hacen excepcionalmente bien.
La apariencia de Japón, su mundo exterior, sigue siendo tan elegante y tan bella como siempre. Sin embargo, y espero equivocarme, me temo que, al igual que los chinos (no solo los de la China continental, sino también los taiwaneses, los de Hong Kong y los de Singapur), los japoneses se están despojando cada vez más de su cultura doméstica, y si no se avergüenzan de su herencia, al menos no quieren llamar la atención sobre ella. La mayoría de los japoneses se sienten más cómodos escuchando música de piano de Chopin en público o en ascensores que música tocada con sus propios instrumentos: shakuhachi (flauta japonesa) o koto (cítara de medio tubo).
Desde la restauración del emperador a mediados del siglo XIX y la llegada de sus nuevos socios comerciales americanos y europeos, los japoneses se han sentido cada vez más atraídos por la cultura occidental. Por lo que he leído, esta atracción comenzó hace bastante tiempo. Murakami escribe a menudo sobre los novelistas americanos y europeos que admira, como J.D. Salinger y Franz Kafka, y sobre la música americana y la europea que le gusta, como el jazz y J.S. Bach (cuya música menciona con exactitud por su nombre y su número BWV). Pero todavía no he leído ningún relato suyo en el que se mencione la música interpretada con instrumentos tradicionales japoneses. Es como si todo el país se hubiera rendido a los valores occidentales. Tanto es así que los japoneses parecen acercarse a sus propias tradiciones culturales, como el Noh o el Kabuki, del mismo modo que lo hacen los veraneantes extranjeros: para divertirse, para entretenerse, como un «recreo». Los japoneses se han convertido en turistas en su propia tierra.
Los indios son muy diferentes. No solo están orgullosos de su música, sino que les encanta escucharla. La música tradicional india se oye a menudo a todo volumen desde las ventanas abiertas de las casas indias; no me imagino escuchando una suite para violonchelo de Bach en las calles de Benarés. Y dondequiera que viva una comunidad india, ya sea Nueva Delhi, el Southall londinense o la Pequeña India de Vancouver, siempre hay tiendas que venden kits de puyas de fuego adaptados a diferentes deidades e incluso estiércol de vaca empaquetado con cuidado para su uso en ceremonias religiosas o tan solo como incienso. Como viajero empedernido, veo hombres y mujeres indios en todos los aeropuertos del mundo, los hombres con pijamas kurta y las mujeres con saris, con la frente embadurnada de sindoor. No se visten así por gusto o porque sientan la necesidad de preservar sus tradiciones culturales, tan solo es como se visten siempre.
Las arraigadas tradiciones culturales de la India siguen entretejiéndose en sus transacciones más mundanas. Hace poco leí que en 2020, en la base aérea de Ambala, se incluyó una «puya sarva dharma» tradicional en las ceremonias de celebración de la incorporación de nuevos aviones de combate franceses a las fuerzas aéreas indias. Y aún hoy, monjes jainistas desnudos (que practican el no apego a las posesiones mundanas al no poseer nada en absoluto, ni siquiera un dhoti) son miembros del parlamento de la India.
Tengo la sensación de que, a diferencia de los japoneses y los chinos, los indios no tienen reparos en volver sobre sí mismos la cándida mirada a través de la cual ven el mundo. Por el contrario, hace poco más de cincuenta años, horrorizado por la esterilidad espiritual de la vida japonesa moderna, Yukio Mishima trató de persuadir a los miembros del ejército japonés para que le ayudaran a devolver por la fuerza a su país las tradiciones guerreras de antes de la guerra. Su gran temor era que los japoneses vendieran sus almas a los estadounidenses. Al fracasar, se hizo el hara-kiri. Hoy, si no hubiera sido incinerado, se estaría revolviendo en su tumba.
Cada vez que vuelvo a Japón, mi gran anhelo de encontrarme con el señor Fudo en un vagón de tren abarrotado, en un diminuto bar de sushi o en una elegante cafetería japonesa es más fuerte que nunca. Pero, como me recuerda sin cesar mi formación en filosofía budista, esos cuarenta años de anhelo y de esperanza son tal vez la razón por la que no lo he vuelto a ver. Al menos, todavía no. Paradójicamente, mi formación filosófica también me dice que anhelarlo y esperarlo es mi sadhana y que nunca debo abandonarla. Así que, al igual que muchos de los devotos del señor Krishna se trasladan a Vrindavan y pasan el resto de sus vidas anhelando ver al dios azul, o al menos escuchar el sonido de su flauta, yo me dirigiré al país del sol naciente una vez más, lleno de anhelo y con la esperanza de que esta vez, por fin, vuelva a ver al señor Fudo.
[1] El Sarvatathāgatattvasaṃgraha Tantra es conocido como el Vajraśekhara Sūtra en la tradición Shingon.
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