EPISODIO UNO: Dejando el Hogar
De las personas que sí he conocido, a algunas las conozco de toda mi vida aparente y a otras desde hace poco tiempo. Algunas están vivas y otras ya han muerto. Algunas fueron insignificantes por completo y otras significaron mucho para mí. He compartido asiento, comida y conversación con innumerables indios en trenes, cuyos nombres ya no existen en mi cabeza. Una vez me tomé un té con un señor en Boston para hablar de dharma sin saber que era Allen Ginsberg y por consiguiente me perdí la oportunidad de hablar de poesía con un gran creador del juego de las palabras. Conocí a Whitney Ward, la reina dominatriz más bella, que me enseñó su mazmorra y luego asistió a una puja de fuego conmigo. Y conocí al tercer rey de Bután, Su Majestad el Rey Jigme Dorji Wangchuck, que me cogió en brazos cuando era un niño y me llevó en sus hombros. Todavía recuerdo el olor a humo de cigarrillo en su pelo.
Entre todas estas apariciones, ha habido unas cuantas transiciones, unas cuantas muertes y también unos cuantos nacimientos. Ha habido un puñado de bodas y bastantes divorcios. Incluso yo me he debido transformar, en esta vida y en todas mis vidas. He debido tener antes tantas apariciones: como pájaro, como insecto, como ser humano.
Pero mi aparición actual es probable que tenga un poco más de valor ya que he oído el nombre de Gautama y he adquirido una admiración pueril por lo que él enseñó. También porque he conocido a uno de los seres más especiales que jamás haya caído en una caldera de sopa de arroz, un ser que emergió como una brújula, el cual se convirtió en la luz de mi vida.
Cuando tenía unos cinco años, me mandaron a un internado. Fue la primera vez que estuve viviendo a solas con extraños en un dormitorio. Esto fue un cambio muy drástico para mí porque me había criado en una extensa familia de budistas fanáticos en Yongla, al este de Bután, siempre rodeado de visitas, de sirvientes, de yoguis con rastas por las que los fanáticos de Bob Marley matarían y de yoguinis sin pudores con tanta seguridad en sí mismas que podrían ser las candidatas perfectas a presidente de una organización de liberación de la mujer. Estaban los residentes de cuevas que no podían entender cómo la gente se preocupaba tanto por cavar tierra, levantar postes y colocar techos. Estaban los monjes serenos que probablemente nunca habían tocado más de diez rupias. También había un montón de gomchen [1] cachondos, cuya provocación y coqueteo con las mujeres me intrigaba sin parar y cuyas actividades puede que ayudaran a mis hormonas a madurar.
Todas las habitaciones en la casa de mi abuelo materno tenían un altar, así que si querías tirarte un pedo tenías que salir afuera. Había pujas sin cesar; me despertaba por las mañanas con el olor a ofrendas de humo y con el sonido de címbalos, campanas y tambores, que se mezclaban lentamente con las canciones de las cigarras, las palomas y los cuervos. Eso debe ser por lo que me gustan tanto las películas de Ozu, por los sonidos que usa.
Mi abuelo era un hombre del renacimiento; además de ser el espécimen perfecto de yogui, era un cocinero excelente, un curandero, un fabricante de incienso, un escultor y un arquitecto, siempre renovando o construyendo nuevas estupas. Cada vez que salía por la puerta, veía orfebres haciendo objetos rituales y el aire estaba cargado del olor espeso de la pintura butanesa, que estaba hecha con cuero. Aún hoy, cada vez que entro en un templo butanés recién pintado, me transporta a mi niñez. Todavía siguen usando esa ineficaz pintura maloliente gracias al fervoroso Instituto Nacional Butanés de Zorig Chusum [2], el cual insiste en proteger la “tradición” butanesa en una era en la que existen pinturas de vanguardia.
Según se iba acercando el día de mi partida, se podía oír a mi abuelo quejándose sobre cómo la educación pública era una pérdida de tiempo. Y puede que tuviera razón. Mi abuela se le unió en las quejas. Estaba preocupada de que, al tratarse de una escuela cristiana, yo podía perder mi fe en Buda y en sus enseñanzas y empezaría a mirar a los animales como mera comida. Pero sus quejas no eran ruidosas. Sus quejas eran silenciosas, vacilantes y respetuosas, usando el lenguaje honorífico, de la forma en la que uno se quejaría a alguien que respeta mucho.
La orden de mandarme a este internado inglés vino de mi padre y ni siquiera fue cara a cara. Yo no tenía una relación cercana con mi padre; él y mi madre vivían en Kurseong, una estación de montaña en Darjeeling, India. Los dos tenían mucho que hacer para ocuparse de mí personalmente. Trabajaban en la radio All India. Yo tenía una relación mucho más cercana con mis abuelos, pero a esta edad tan joven, los niños asumen que en el fondo son los padres los que más los quieren y se ocupan de ellos. Recuerdo la emoción cada vez que venía una visita de Kurseong, lo ansioso que estaba de recibir algún mensaje o señal de mis padres. Pero los mensajes no eran nunca para mí, siempre eran para mis abuelos.
Entonces un día llegó un sirviente desde Kurseong con instrucciones de mandarme a una escuela de habla inglesa. Debió ser difícil para mis abuelos porque no había forma de razonar con él, aunque se atrevieran. Mandar un mensaje de vuelta a Kurseong habría tardado semanas, y de todas formas mi padre no habría escuchado sus preocupaciones. Siendo mi padre, él tenía autoridad para hacer lo que quisiera conmigo y aparte de eso era el hijo de Dudjom Rinpoche, su maestro espiritual, por lo cual no se atrevieron a quejarse.
Primero me mandaron brevemente a una escuela cerca de Yongla, en Khidung (el cual puede significar “pueblo de mierda” o la espiral de una concha), pero luego me trasladaron a otra escuela mucho más al norte en Tashigang y al final a la Escuela Kanglung recientemente construida y dirigida por el Padre William Joseph Mackey, un sacerdote jesuita canadiense.
La Escuela Kanglung con el tiempo se convirtió en el Colegio Universitario Sherubtse, el primer colegio universitario de Bután, pero entonces era solo un pequeño internado. Recuerdo estar muy nervioso porque el jefe de dormitorio era muy estricto y todos los días revisaba nuestras sábanas para ver si alguien había mojado la cama. Mi vecino tenía la costumbre de hacerse pis. Por las noches no podía dormir por miedo a ser avergonzado si yo también me hacía pis. No sé qué fue de muchos de aquellos compañeros de clase, pero algunos de ellos han hecho grandes cosas, como trabajar para las Naciones Unidas o ser jefe de policía.
De todas formas, una lluviosa y fría mañana después de varios meses en la escuela del Padre Mackey, una camioneta cubierta con paneles de madera apareció en la carretera que pasaba por encima de la escuela. Los automóviles eran raros en Bután en aquellos tiempos, así que todos los alumnos subimos corriendo la colina y nos acercamos a mirar bajo la lluvia. Todos esperaban mensajes de sus hogares. Es costumbre en Bután, incluso hoy en día, que las familias manden paquetes de queso deshidratado, copos de maíz butaneses o chiles desecados y eso es lo que una camioneta significaba por norma.
Pero esta no fue la entrega habitual. De debajo de una lona verde que cubría la parte trasera salió uno de los sirvientes de mi abuelo, Sonam Chophel, con su característica barba y cara roja (este no es el Sonam Chophel bromista que algunos de vosotros conocéis). Incluso años más tarde cuando la barba de este hombre se volvió blanca, su piel nunca envejeció y su tez permaneció tersa y rosada. De inmediato supe que había algo reservado para mí. A lo mejor un paquete. Él señaló en dirección a la lona y de allí salió otra persona que yo no había visto en mi vida, un hombre de apariencia peculiar con pantalones, no el vestido tradicional butanés. En vez de saludarme, Sonam Chophel y el desconocido se fueron directamente a la oficina del director. Un grupo de nosotros nos acercamos sigilosamente a la ventana para espiarles mientras hablaban con Padre Mackey.
Después de que hablaran por un largo tiempo, Padre Mackey salió y me llamó. Me dijo que ya no era un alumno de su escuela. “Tienes que irte ahora.” Creo que Padre Mackey escribió algo sobre aquel día en su biografía.
No recuerdo si estaba contento de volver a casa o triste de decir adiós a los amigos que había hecho en ese corto tiempo. Los rumores comenzaron a extenderse de inmediato y algunos de mis compañeros de clase empezaron a bromear y burlarse. De repente a algunos les empezó a dar vergüenza de hablar conmigo, y se inclinaban para pedir una bendición. No entendía lo que pasaba. Pero no tuve mucho tiempo para pensarlo.
Con rapidez, ese mismo día frío y lluvioso, en esa misma camioneta, dejamos Kanglung. Mis compañeros de clase corrieron detrás de la camioneta hasta que desaparecimos en la niebla. Y ese fue el fin de mi educación secular. Nos dirigimos hacia el sur camino de Yongla – este hombre grande, que claramente no era butanés y Sonam Chophel roncando en su descolorido gho de sethra [3]. Más tarde me enteré de que el khampa robusto se llamaba Amcho. Había sido monje en Dzongsar en el este de Tíbet, Sichuan, pero dejó los hábitos y se convirtió en un gran hotelero en Gangtok, Sikkim.
A menudo me pregunto qué habría sido de mí si ese día nunca hubiera llegado, si nunca me hubieran reconocido y reclutado en el fenómeno de tulkus reencarnados. A lo mejor habría sido un programador de ordenador en Nueva Jersey igual que mi hermano pequeño, o me habría casado con una chica judía, o me habría convertido en un practicante del dharma en apuros en algún lugar del norte del estado de Nueva York, donde mi padre pasó la última parte de su vida. Puede que hubiera ido a la escuela en North Point, Darjeeling y a la universidad en India, y luego vuelto a Bután hablando un buen inglés indio y designado como secretario adjunto de algún departamento del gobierno que supervisa proyectos financiados por la India. Pero sabiendo lo apegado que estaba a mis abuelos, seguramente me habría convertido en un gomchen de los que no usan ropa interior y andan por ahí medio borrachos casi todo el tiempo, de caza nocturna y produciendo bastardos por doquier, con lo que ahora habría unas cuantas personas deambulando por el este de Bután con un cercano parecido a mí.
- [1] practicantes laicos
- [2] arte butanés
- [3] un tejido tradicional butanés hecho de una tela áspera de cuadros
Una manera muy clara y transparente de relatar la experiencia de la vida de un niño. Mucha humildad