A diferencia de la mayoría de los profesionales, los tulkus no reciben una descripción de su trabajo. Todo lo que tienen como punto de partida son siglos de expectativas insidiosamente acumuladas y montones de suposiciones injustas. Una vez que un niño ha sido identificado como un «tulku» (una reencarnación reconocida de un maestro budista tibetano), se asume de inmediato que mantendrá el linaje, sus tradiciones y cualquier legado espiritual que haya heredado invirtiendo todo su tiempo y energía en el estudio y la práctica personal. Cuando los tulkus no están estudiando o practicando, se espera que construyan nuevos templos, impriman libros y encarguen un sinfín de estatuas y thangkas. En mi caso, una vez me nombraron tulku de Dzongsar Khyentse, se dio por sentado que la tarea de reconstruir Dzongsar Khamje Shedra —que, hasta su destrucción durante la revolución cultural China, había sido uno de los centros de aprendizaje budista más célebres del Tíbet oriental— recaería sobre mí. Pero como la situación inestable de Sichuan en aquella época hacía casi imposible la reconstrucción de la antigua shedra, se fundó una nueva en un lugar llamado Bir, en el norte de la India, donde un puñado de lamas tibetanos y sus seguidores habían establecido un asentamiento de refugiados tibetanos.
Bir era un pueblo diminuto y soñoliento, rodeado de jardines de té y arrozales. Como sus escasas tiendas solo vendían comida, los lamas tenían que viajar a Delhi para comprar muchos de los materiales que necesitaban para construir sus templos: clavos, tornillos, papel de lija, pintura, brochas, pegamento, etc. Cuando empezamos a construir la shedra —el Instituto Dzongsar— a principios de la década de los 80, teníamos tan poco dinero que, para evitar pagar habitaciones de hotel, tomábamos el autobús nocturno de la DTC (Corporación de Transporte de Delhi) a Delhi, hacíamos recados durante el día y luego tomábamos el mismo autobús de vuelta a Bir esa noche. Después de doce horas largas en el autobús, dando vueltas y revueltas a velocidades inimaginables por vías que apenas eran reconocibles como carreteras, nos dejaban en Majnu-ka-tilla (MT[1]), temprano la mañana siguiente, donde alquilábamos una tonga (un carro tirado por caballos) para que nos llevara a lugares como Chandni Chowk, en la vieja Delhi.
Fue en uno de esos viajes de compras cuando me topé con una estatua de Saraswati de tamaño natural y de belleza impresionante, que estaba en el escaparate de la tienda de estatuas de Tamil Nadu House. Fundida en la aleación tradicional de «cinco metales»[2] (bronce) al estilo Chola, sus ojos enormes, su «cintura pequeña como un rayo»[3] y sus pechos inimaginablemente voluptuosos «frescos como capullos de loto recién nacidos»[4], a algunos podrían parecerle un poco exagerados, más parecidos a los de un personaje de cómic que a los de una persona real. En la India actual, este estilo de belleza ya no está de moda y apenas se ve. Pero de vez en cuando, si se tiene suerte, se puede ver a una mujer así, con una piel oscura y aterciopelada que contrasta con la piel más a la moda y más clara de sus hermanas, con los párpados ennegrecidos por el kohl que enmarcan el blanco brillante de unos ojos con pestañas densas que parecen parpadear a cámara lenta.
La primera vez que vi la estatua, ni siquiera me planteé negociar un precio por ella, porque nos hacía falta hasta el último céntimo que teníamos para los clavos, la pintura y las brochas. En cambio, cada vez que iba a Delhi, hacía un viaje especial a Tamil Nadu House solo para contemplarla a través del escaparate. Por suerte para mí, nadie mostró el menor interés en comprarla durante más de una década, momento en el que mi situación financiera había mejorado lo suficiente como para poder empezar a pensar en negociaciones. Pero, quiso la suerte que, el día que por fin entré en la tienda, decidido a hacer un trato, mi estatua de Saraswati no estuviera allí. Y aunque no he olvidado ni un solo detalle de su rostro o su forma, la sensación de pérdida que sentí aquel día me acompañó durante muchos años.
La dinastía Chola reinó en el sur de la India desde la ciudad de Thanjavur, en Tamil Nadu, durante casi cuatro siglos y medio (855-1280). Como escribe la historiadora de arte Vidya Dehejia en su libro The Thief Who Stole My Heart (El ladrón que robó mi corazón):
La realeza Chola demostró ser políticamente astuta y ambiciosa; sus reyes y reinas eran refinados y cultos, y estaban muy comprometidos con el ethos religioso del hinduismo, en especial con el culto devoto al dios Shiva. Fomentaron la construcción de templos y patrocinaron algunas de las imágenes más inspiradoras de sus deidades esculpidas en bronce. No hay nada parecido a estos bronces sagrados en ningún otro lugar de la India; no existe una tradición paralela de imágenes procesionales de bronce en el norte, el oeste o el este del país.
Los seguidores de las religiones monoteístas y los comunistas nunca han entendido la relación de la India con sus deidades. Incluso el lenguaje que usan para describir las estatuas sagradas de la India es denigrante; las estatuas son «ídolos» y la devoción se reduce a «idolatría». La destrucción de esos ídolos fue su excusa para saquear y destruir tantísimos templos de Asia, como si sus cruces, medias lunas y estrellas, y sus martillos y hoces no fueran otra cosa que los objetos de su propia forma de idolatría.
Si tan solo pudieran entender que el nuestro es un camino paradójico. Como dijo el responsable de este camino, el hombre que conocemos como el Buda:
Aquellos que me ven como una forma, aquellos que me oyen como un sonido, han emprendido un camino equivocado. Tales personas no me ven de verdad.[5]
Las imágenes sagradas del budismo, en especial las del budismo tántrico, no son solo símbolos que representan lo divino. No importa lo inconmensurablemente pequeña o lo inconmensurablemente grande que sea una cosa, todo lo que podemos ver, tocar, oler y oír se encuentra dentro de la esfera de la deidad, a veces conocida como «rupakaya». Por lo tanto, establecer una conexión con el rupakaya (la esfera de la forma) es el objetivo del aspirante a tantrica, ya que le liberará de su fijación con el tamaño, el color, la forma, etc. Pero solo puedes alcanzar esa meta avanzando poco a poco. Al igual que al beber una gota de agua de mar puedes afirmar que has bebido del océano, un aspirante a tantrica puede afirmar que ha tenido una experiencia directa de la esfera de la deidad usando nada más que una diminuta estatua o pintura.
Aunque nací en lo alto de las montañas del Himalaya, en Bután, me desarraigaron muy rápido y me desplazaron por el norte de la India durante gran parte de mi infancia. Por eso, hasta que no cumplí cerca de 40 años no conseguí visitar el sur. Para entonces, calvo, de mediana edad y astuto, tenía la suficiente experiencia en la vida para saber que si compraba una estatua de Saraswati en una tienda, incluso en la más cara de la India, me estaría conformando con la segunda mejor opción. En lugar de ello, opté por hacer las cosas bien, que en este caso fue encargar mi estatua a una reputada fundición del sur de la India. Unas semanas después de enviar mi solicitud de una estatua de tamaño natural de Saraswati al maestro escultor, me invitaron a visitar su fundición en los frondosos bosques de cocoteros cerca de Tanjore, en Tamil Nadu, en una fecha propicia determinada por sus astrólogos.
Al haber crecido en el norte de la India, donde los invasores mongoles y los colonizadores británicos habían inyectado matices de sus propias peculiaridades en la cultura, tenía curiosidad por ver el sur y ganas de experimentar la India de los Vedas. Por eso decidí que, de camino a la fundición, aprovecharía para echar un vistazo a algunas de las grandes ciudades del sur de la India, como Chennai, Tirupati y Pondicherry.
Hasta aquel entonces, inmerso en el estudio de la filosofía y la práctica del budismo tibetano, no había podido más que rascar la superficie de la rica cultura india. Como la mayoría de los tibetanos, las películas de Bollywood y la cocina tandoori eran los únicos aspectos de la cultura india a los que había estado expuesto. Miráramos donde miráramos, se agolpaban montañas de carteles pintados a mano, algunos de seis pisos de altura, anunciando películas populares como Sholay (1975), Bobby (1973) y Guddi (1971). En Diwali, en bodas indias, en las teterías y en cualquier lugar que se considerara «suelo indio», las canciones de Bollywood sonaban a todo volumen en las radios, en los equipos de alta fidelidad y en los televisores, ¡y nos encantaban! Pero entonces, ¿qué otra opción teníamos?
Mis contemporáneos nunca han entendido mi fascinación por la cultura y la tradición indias antiguas ni por qué admiro a personas como Mallikarjun Mansur y Bhimsen Joshi. Yo atribuyo mi interés a una conexión kármica. El karma siempre juega un papel muy importante en lo que nos gusta o nos disgusta. ¿Por qué, si no, habría estado dispuesto a esperar durante horas bajo un calor sofocante para escuchar a gigantes como Mallikarjun Mansur y al gran cantante pakistaní Nusrat Fateh Ali Khan actuar en la Tumba de Humayun en Delhi? No fue la influencia de las personas cercanas a mí en aquella época, porque todas ellas eran totalmente ajenas a la cultura y la filosofía indias. Y yo no me crié en una galería de arte. Así que mi interés debió de surgir por un vínculo kármico.
El gran maestro sakya y uno de los pilares de las enseñanzas de Lamdre, Khyentse Wangchuk (1524-1568), decía que su espíritu se elevaba cada vez que veía algo que se pareciera en lo más mínimo al dhal o a un chapati, y que el simple hecho de ver a un yogui indio, un dzoki, siempre le alegraba el día. Tal vez, especuló, ¿habría sido un indio en una de sus vidas anteriores? Lo que me hace preguntarme si mi amor casi irracional por casi todo lo indio, y mi convicción de que lo que los británicos hicieron a la India simplemente no estuvo bien, son el resultado kármico de haber sido un punkhawallah de la élite india bajo el Raj británico.
Al poco tiempo, unos atentos amigos empezaron a darse cuenta de lo mucho que admiraba la danza y la música clásica de la India. Por suerte, uno de ellos conocía a una famosa actriz y bailarina de Bollywood que vivía en Chennai, la magnífica Vyjayanthimala. No sé exactamente qué le dijo, pero de alguna manera mi amable amigo consiguió convencer a Vyjayanthimala para que me concediera una audiencia, y por fin hice mi primer viaje a Chennai.
Chennai alberga una de las tradiciones de danza más antiguas de la India, el Bharatanatyam. Cuando llegamos, las calles estaban llenas de chicas jóvenes con trajes de baile tradicionales de camino a sus clases de danza. Era un espectáculo cautivador que me hizo estar aún más decidido a asistir a todas las actuaciones de danza, recitales, conciertos de música clásica, espectáculos y talleres que pudiera durante nuestra estancia. Fue una época mágica.
El día que Vyjayanthimala accedió a reunirse conmigo, me dirigí a su casa, en pleno centro de Chennai, y llamé a la puerta. Un hombre mayor, que debía ser su marido, me hizo pasar al salón. Vyjayanthimala me recibió con la más amplia y cálida de las sonrisas. Era una persona muy simpática, pero también curiosa por saber por qué este extraño hombre medio butanés y medio tibetano había insistido en conocerla. Casi podía oírla pensar: «¿Qué puede querer de mí?».
Al principio, solo tenía ojos para Vyjayanthimala, que estaba radiante. Pero una vez que fui consciente de mi entorno, me di cuenta de que nada en la casa había sido cambiado o remodelado desde su construcción. Era como retroceder a una época en la que ni IKEA ni Fendi Casa eran siquiera un destello en los ojos de sus fundadores. Los muebles eran viejos y pesados, pero estaban cuidados con cariño, y los paneles de madera dura brillaban con una cálida pátina de cera de abeja.
Vyjayanthimala me ofreció el habitual vaso de agua y té indio mientras nos acomodábamos para hablar. Al cabo de unos minutos, nuestra conversación se vio interrumpida por el mugido de una vaca, el último sonido que pensé que oiría en un barrio tan urbanizado y acomodado. A menudo he visto vacas durmiendo tranquilamente en tiendas de seda y alfombras con aire acondicionado en varias partes de la India, pero una vaca en la casa de Vyjayanthimala era impensable.
Al notar que me fijaba en la vaca, Vyjayanthimala abrió una ventana. Y allí, en su jardín, había cuatro o cinco vacas rumiando heno plácidamente. «Estas son mis vacas», me dijo con naturalidad. «Las criamos principalmente por la leche que ofrecemos durante las pujas, pero también hacemos nuestra propia mantequilla, suero de leche y paneer». Mientras hablaba, el inconfundible aroma a estiércol de vaca se insinuaba a través de la ventana abierta y llenó la habitación, pero ella apenas lo notó. Al pensar en los años transcurridos, siento nostalgia por ese estilo de vida gentil, cómodo y práctico.
Desde Chennai, condujimos durante ocho horas a través de bosques de cocoteros y plantaciones de plátanos. Justo antes del almuerzo llegamos a un pueblo cercano a la fundición. Como en tantos lugares de la India, era como si el tiempo se hubiera detenido. Las vacas vagaban por todas partes y en mayor número que las que vemos en el norte. En el centro de la aldea había un hermoso y profundo estanque donde se bañaban los habitantes. En casi todos los escalones de las puertas de la aldea se habían dibujado intrincados patrones de rangoli[6], que nunca se borraban, sino que simplemente se repasaban cada mañana.
Después de presentarnos a nuestro anfitrión y almorzar con la familia, decidí explorar el pueblo. Al pasar por delante de las puertas abiertas de un bungalow cercano, reconocí a uno de los hijos de nuestro anfitrión que parecía estar pintando algo en el suelo. Al acercarme un poco más, me di cuenta de que era una pintura de Kali Devi de tamaño mayor al natural. La imagen estaba magníficamente dibujada y los colores eran deslumbrantes. Le debía haber llevado horas. Lo observé durante uno o dos minutos, y luego seguí mi camino por el pueblo, bajo la sombra de los cocoteros.
Una media hora más tarde, cuando volvía a nuestra casa de acogida, el sonido de los cánticos en sánscrito y el tañido de las campanas de la puja llamaron mi atención. Me encanta escuchar los shlokas sánscritos y los sonidos que acompañan a las pujas indias, así que dejé que mis oídos me guiaran hasta el bungalow por el que había pasado antes. La pintura de Kali Devi estaba terminada y un sacerdote sostenía ahora una lámpara y algo de incienso mientras realizaba una puja de ofrenda. Me senté tranquilamente a observar hasta que la puja terminó y borraron la pintura. Más tarde me contaron que la familia de nuestro anfitrión había realizado este ritual a diario durante varias generaciones, y que nunca se habían perdido un día.
Aquella noche, tumbado en un duro lecho de cocoteros, oí el repiqueteo de grandes gotas de lluvia que caían sobre los plataneros y los cocoteros. Mientras escuchaba, inhalé el aroma a tierra mojada mientras la lluvia empapaba la tierra, y pensé: «El mundo debería pagar a la India para que se quedara como está, para demostrar a las generaciones futuras que hay otra forma de vivir».
A la mañana siguiente nos levantamos mucho antes del amanecer para acudir a nuestra cita en la fundición. Cuando llegamos, el equipo de artesanos ya estaba trabajando, la mayoría de ellos casi desnudos, con sus mundus[7] recogidos en la cintura. Bajo un techo casi al descubierto con pilares, iluminado por una mezcla de molestas barras de neón y antiguas lámparas de aceite colgantes (que codicié al instante), había grupos de moldes y estatuas en distintas fases de fabricación. Algunas de las figuras estaban recién sacadas de sus moldes, otras estaban a medio terminar y algunas solo necesitaban ser pulidas. Un hombre carismático de unos setenta años, que desprendía una terrible autoridad, estaba evidentemente a cargo de toda la operación: todo el equipo le temía. Era el maestro escultor. Como no hablaba ni hindi ni inglés, encontramos un intermediario que entendía ambos idiomas y pudo traducir todo lo que decíamos al tamil.
Aunque en aquel momento no tenía ni idea de qué estaba ocurriendo[8], más tarde me dijeron que el maestro escultor había esculpido una estatua de cera de Saraswati de la que se había sacado un molde. Aquella mañana, el molde había sido enterrado en la tierra, dejando un hueco para que se vertiera el metal fundido, y se habían dispuesto guirnaldas de flores a su alrededor.
El maestro escultor me indicó que me sentara junto al hoyo mientras empezaba a entonar shlokas en sánscrito, deteniéndose solo para gritarle a sus jóvenes ayudantes vestidos con mundis. De vez en cuando, cerraba los ojos en señal de oración durante lo que parecía un largo rato. Solo entonces me di cuenta de que este hombre no se limitaba a dirigir un negocio. Para él, hacer estatuas de deidades era algo más que un medio de vida, y un asunto mucho más importante que simplemente mantener vivo el método de cera perdida de crear estatuas de bronce. Para él, su arte era su camino espiritual, su práctica espiritual.
Cuando terminó el ritual, el sol ya había salido, y sus rayos se filtraban a través de las hojas de coco y de plátano mientras los patrones de verdes y de naranjas brillantes jugaban a nuestro alrededor. El resultado del ritual fue desordenado y hermoso.
Me quedé con la impresión de que el proceso de fabricación de estatuas de estilo Chola no había cambiado mucho a lo largo de los siglos. Las figuras producidas por esta fundición del sur de la India, del siglo XXI, se hacían usando exactamente las mismas técnicas que se empleaban hace mil años para fabricar los famosos bronces de Chola que ahora llenan los museos del mundo. Por un momento, fue como si todos los antiguos artistas y artesanos de estatuas de bronce del sur de la India estuvieran allí con nosotros.
Y eso fue todo.
El maestro escultor me dijo que la estatua tardaría unos meses en estar terminada y que tendría que ser paciente. Le di las gracias y le pregunté si podía echar un vistazo al taller por si encontraba algunas estatuas más pequeñas para regalar a amigos. ¿Un pequeño Ganesh quizás? Y añadí, con los ojos fijos en las gloriosas lámparas de aceite que colgaban, si tal vez el maestro escultor me vendería algunas de sus lámparas.
Después de llegar a un acuerdo por dos lámparas, me paseé por el taller. En medio de todo el polvo y el caos, alcancé a ver una imagen de Nataraja, Shiva danzante, el Señor de la Danza, y al instante supe que era especial, un sentimiento que los budistas dirían que surge de mi conexión con esta deidad. No podía apartar los ojos de él.
Lleva un pendiente de mujer en una oreja; montado sobre su toro, coronado con la luna creciente blanca y pura, su cuerpo embadurnado de cenizas de la hoguera, es el ladrón que me robó el corazón.[9]
Ni siquiera se me pasó por la cabeza negociar el precio de esta magnífica deidad. Pero al ver que me interesaba esta imagen, mis amigos y asistentes empezaron a negociar con el maestro escultor. Para sorpresa de todos, declaró con tranquilidad que la estatua no estaba en venta. «He hecho este Nataraja para mí», dijo. Así que mis amigos cambiaron de táctica y le rogaron que nos vendiera la estatua a cualquier precio. Mientras tanto, yo miraba a Nataraja.
Cuando por fin aparté los ojos de la imagen, me volví para mirar al maestro escultor. Tal vez mi entusiasmo por Nataraja despertó la compasión del escultor porque, por primera vez desde que llegamos, me sonrió. Un momento después, aceptó venderme la estatua. En ese momento podría haber aprovechado mi entusiasmo y pedir una suma exorbitante, pero no lo hizo. Se limitó a decir su precio habitual. Así es la dignidad y la integridad de un verdadero artista y un devoto.
Shiva también es conocido como Mahadeva y, en la tradición tibetana, Mahadeva es un protector del Budadharma. Muchos sutras incluyen a Shiva entre los que escucharon las enseñanzas del Buda hace 2.500 años, por lo que podemos pensar en él como nuestro hermano del Dharma.
Varios miembros de mi familia son muy aficionados a Mahadeva y hacen todo lo posible por conocerlo mejor. Como siempre en el hipnotizante mundo del Tantra, uno es todo y todo es uno, lo malo es bueno y lo bueno es malo, el amo es el esclavo y el esclavo es el amo. Así como Mahadeva puede encontrarse en la sede del poderoso Vajrakumara, también puede verse como Avalokiteshvara. En Chimé Phagme Nyingtik, una de las más célebres del tesoro de enseñanzas de Jamyang Khyentse Wangpo, la deidad principal es Arya Tara y su consorte no es otro que Nataraja.
Se cuentan muchas historias fascinantes sobre las travesuras de Shiva y sobre su gran poder y compasión. En especial intrigantes son las historias sobre por qué, cómo y cuándo él, como Nataraja (traducido vagamente como el Señor de la Danza) bailó su interminable danza. Ésta es una de esas fábulas:
Hoy, Señor, concede mi deseo Toma la forma de un bailarín, y muéstrame tu danza.
¡No sabes lo que estás pidiendo! Habrá problemas. No me pidas que baile.
Si bailo Gotas de néctar se derramarán de la luna en mi frente Y la piel de tigre que llevo puesta cobrará vida. Ese tigre Te asustará.
Si bailo Las serpientes que son mis adornos se desenredarán de sus lugares Y se deslizarán por el suelo Entonces atacarán al pavo real mascota de tu hijo. Si bailo El Ganges en mi cabello se derramará por el suelo Se convertirá en un arroyo de mil cabezas. ¿Quién puede juntarlo de nuevo? Si bailo Todos los campos de cremación cobrarán vida Los esqueletos comenzarán su baile. Y eso te asustará Gauri.
Aun así, por amor a todos los seres, y para conceder tu deseo, Bailaré.
Hoy en día, Saraswati se encuentra en mi jardín, rodeada de flores, insectos y una infinidad de pájaros subtropicales del Himalaya con y sin nombre, y Nataraja está en el patio interior de mi casa. En algunos templos antiguos de la India se realizan elaborados rituales para estas estatuas, que incluyen rituales para despertar a la deidad, para ofrecerle abluciones matutinas, para ofrecerle cada comida, y rituales nocturnos para ofrecerle danza y música. Aunque solo puedo hacer oraciones de aspiración para que, en innumerables vidas, pueda seguir el ejemplo de estos templos, intento asegurarme de que cada día se hagan al menos una o dos ofrendas rituales a ambas imágenes.
Bir es especialmente húmedo durante la estación de los monzones y, hace unos años, mis asistentes se alarmaron mucho al descubrir que dos serpientes muy grandes y venenosas vivían en mi casa y en sus alrededores. Un ejército de monjes butaneses, tibetanos y de asistentes invadieron mi casa blandiendo palos, con la intención de acorralar a las serpientes, encerrarlas en un saco y luego liberarlas en algún lugar lejos del Labrang. Su argumento era que las serpientes venenosas son peligrosas y que tenían que pensar no solo en mi seguridad, sino en la de todos los que vivían y trabajaban cerca.
Las cuatro mujeres indias de la zona que cuidan mi santuario, limpian mis habitaciones y arreglan mi jardín estaban totalmente desconcertadas por todo el alboroto. «¡Pero siempre habrá serpientes en casa de guru-ji! ¡Por supuesto! ¿Dónde más podrían vivir? Es el lugar perfecto para las serpientes, aunque solo sea porque Nataraja, el Señor de la Danza, está ahí mismo, en el patio». Para ellas, era obvio que las serpientes —que con la misma facilidad podían ser vistas como deidades o como adornos que llevaban las deidades— sabían precisamente dónde debían vivir. Al igual que el pendiente de una mujer pertenece a su oreja, el hogar de una serpiente está con el Señor de la Danza. Para ellas, la estatua de Nataraja no es simplemente un símbolo del dios Shiva, sino que es Shiva y debe ser tratada como se trataría al propio Shiva. Hay que servirle la comida que le gusta, ofrecerle la oportunidad de disfrutar de la música y la danza que le gustan, y debe vivir en una casa limpia y ser bien atendido.
Me sentí avergonzado. Estas mujeres se relacionaron instintivamente con mis estatuas del mismo modo que los practicantes de tantra se deben relacionar con las imágenes tántricas. Las estatuas sagradas no son meras obras de arte, ni meros símbolos o recordatorios de lo divino. La propia estatua, el metal o la piedra que se ha utilizado para hacerla, su altura y su peso, su brillo, incluso el espacio que habita —por tanto, toda la casa y más allá— son la deidad.
Totalmente avergonzado, les dije en voz baja a los monjes que se fueran. Y eso fue todo.
[1] La colonia tibetana que se encuentra a 5 o 6 kilómetros al norte del Fuerte Rojo.
[2] Pañcadhātu (sct.), la aleación prescrita en los Shilpa Shastras para la fabricación de imágenes sagradas que tiene aproximadamente un 90% de cobre, un 10% de estaño más oro, plata y zinc.
[3] Mi maestro, que gobierna Accirupakkam, muestra dos formas, habiendo tomado como mitad de sí mismo a la suave muchacha de cintura pequeña como un rayo. Tiene el pelo enmarañado como una masa de oro, en su cuerpo el color de coral marino se mezcla con el tono del fuego, y en la extensión enmarcada por unos hombros como montañas gemelas lleva el blanco hilo sagrado y la rica ceniza. 8. Appar IV.8.10
[4] Estas descripciones fueron utilizadas originalmente por los poetas para describir a Uma, la consorte de Shiva, pero podrían aplicarse con la misma facilidad a una estatua Chola de Saraswati.
[5] Extraído del Vajracchedikā, el Sutra del Cortador de diamantes.
[6] El «Rangoli» es un estilo de arte indio. Se crean patrones en el suelo o en una mesa utilizando, por ejemplo, piedra caliza en polvo, ocre rojo, harina de arroz seca, arena de colores, polvo de cuarzo, pétalos de flores y piedras de colores. El Rangoli se usa para «iluminar» o dar la bienvenida a los dioses hindúes al hogar.
[7] El «Mundu» es un trozo largo de tela que los hombres del Tamil Nadu llevan enrollado en la cintura.
[8] Para los interesados en el proceso de fundición de bronce a la cera perdida, el siguiente vídeo corto nos lleva a través de los pasos. https://www.youtube.com/watch?v=-IJoFq7Hk2s&t=42s.
[9] Sambandar, Himno 1, Verso 1. Traducción deIndira Peterson, Poems to Shiva: the Hymns of the Tamil Saints (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1989), p. 270f.