EPISODIO SIETE: La Pérdida de la Inocencia
Durante mi infancia en el este de Bután, había falos a la vista por todas partes. Incluso en nuestra casa, podías encontrar falos tallados en los pomos de las puertas, adornando los cucharones de sopa y en las barandillas. Estaban pintados en las paredes, por dentro y por fuera, en diferentes tamaños y formas. Había tantos que incluso nadie los notaba. Niños y niñas, hermanos y hermanas, monjes y monjas, charlaban delante de estos símbolos y pinturas fálicas.
A los butaneses también les gustaba hacer falos y vaginas con masa; este puede que sea el único arte que he dominado. Admito que he hecho incontables órganos sexuales con chicle y los he pegado debajo de la mesa de innumerables restaurantes por todo el mundo. No eran solo símbolos, las esculturas y las pinturas. Toda la actitud referente al sexo era mucho más abierta en donde crecí. El coqueteo extravagante no se consideraba moralmente malsano como en otras sociedades. Una mujer que invitaba a un hombre a la cama era tan normal como invitarlo a tomar el té. Más tarde me di cuenta de que la sociedad «civilizada» podía encontrar este comportamiento bárbaro, primitivo y retrógrado.
Con el tiempo, yo mismo empecé a pensar de esta manera limitada. Después de que me nombraran como tulku, era normal que las señoras se acercaran a mí y se abrieran la camisa para mostrarme sus pechos desnudos para que pudiera soplar sobre ellos, porque creían que les aliviaría su dolor. Años más tarde, cuando regresé al este de Bután y estas mujeres vinieron con sus camisas abiertas, me encontré a mí mismo incapaz de mirarlas. Pero al cabo de unos días, mi vieja química de la infancia se estableció y una vez más me sentí cómodo, la mente crítica que consideraba estas acciones primitivas se calló.
Para bien o para mal, la pérdida de la inocencia, si tal cosa existe, es inevitable. La inocencia pierde su pureza entre las aguas turbias de la educación y del cuidado personal, lo cual conduce a la hipocresía. Esa es mi experiencia en mi vida personal.
Las cosas para mí dieron un giro de 180 grados cuando entré al reino «más sofisticado», «decente» y «culto» de los tibetanos, viviendo en labrangs [residencia de un lama] rodeado de monjes, rinpochés, khenpos, tulkus, etc. Como muchos jóvenes rinpochés, me crié en compañía de célibes en su mayoría. Apenas pasaba un día sin que mis tutores, que en su mayoría eran monjes ordenados, pintaran a las mujeres como tentadoras, obstáculos en el camino. Decían: si crees que las chicas son atractivas y hermosas, es solo porque se han lavado y arreglado. Si dejaran de cortarse las uñas durante una semana, todas parecerían brujas. Si no se lavaran los dientes, sus bocas olerían a otros orificios, si no se lavaran el pelo, les saldrían rastas. Años más tarde, aprendí que esta actitud machista no tiene sus raíces en el Dharma, es un fenómeno mundano y cultural, especialmente en la cultura asiática, que ha sido añadido sobre las enseñanzas del Vinaya.
En público, mis tutores se comportaban como una esposa celosa, siempre controlando la dirección de mi mirada. Nunca se les pasaba por la cabeza dejarme a solas con una chica, especialmente si era de Bután u occidental, porque, en opinión de los tibetanos, las chicas de Bután o de occidente eran promiscuas y peligrosas. Había tantos hippies en Nepal por aquel entonces que «occidental» empezó a significar «hippie» que empezó a significar «drogadicto» y posiblemente también mentalmente inestable. Las muchachas occidentales no se encorvaban, ni escondían sus pechos o cubrían sus traseros como las tibetanas que lo escondían todo. Mis tutores no sabían qué hacer con esta exhibición. Si veían a una mujer occidental usando pantalones vaqueros que ni siquiera estaban tan ajustados, hacían sonidos tsk tsk de desaprobación y me miraban con mayor vigilancia.
No parecían tener ni idea de que su vigilancia de 24 horas no estaba deteniendo mi curiosidad, de hecho, tuvo el efecto contrario. Pero yo era tan buen farsante, lo que los llevó a pensar que no estaba interesado, como cuando fingí que no me gustaban las películas. Afortunadamente, mis tutores confiaban en Kyabje Dilgo Khyentse Rinpoché. En el momento que estaba a su cuidado, dejaban de vigilarme, con la seguridad de que estaba en buenas manos. Poco sabían que tan pronto como se iban Rinpoché empezaba a preguntarme si alguna chica hermosa me había llamado la atención. Sólo recientemente me di cuenta de que la franqueza y la confianza de Kyabje Dilgo Khyentse Rinpoché era uno de los métodos más hábiles para entrenar a seres salvajes como yo. De lo contrario, podría haber dominado el arte de la simulación. Fingiendo ser sereno, puro, virginal, inocente, casto, mientras por dentro ardía de deseo, volviéndome loco alternando entre el acto de pureza y la batalla interior por reprimir mis erupciones hormonales.
Debo decir que la disciplina falsa tiene algo de valor. Con el paso del tiempo, si eres bueno fingiendo ser puro, te vuelves más maduro y llegas a tener una actitud indiferente, lo cual es bueno; los objetos sexuales pasan a formar parte del entorno natural. Conozco personalmente a algunos rinpochés que estuvieron bajo mucho escrutinio cuando crecimos juntos, siempre bajo la atenta mirada de sus tutores. Estos tulkus, al igual que yo, aprendieron a fingir la pureza, aunque a veces me confiaban sus fantasías y deseos. Han pasado los años y ahora se han convertido en practicantes disciplinados, por lo que ya no necesitan fingir. Así que no se puede descartar todo el proceso de vigilancia y falsificación. Mientras tanto, no fingir, simplemente ser directo y abierto sobre tus preferencias y deseos todo el tiempo, puede malcriar a una persona. Hay una falta de responsabilidad y este tipo de comportamiento puede hacer que otros pierdan la inspiración.
Por otro lado, fingir fuera de control puede llevar a uno a perder el contacto con la cualidad genuina fundamental del ser humano. Puede crear inseguridad y acabas pensando que los demás tampoco son genuinos. Si estás fingiendo, crees que probablemente los demás están fingiendo. Te vuelves orgulloso y pretencioso, todo es un espectáculo, incluso para ti mismo. Creo que los maestros que no son hábiles guiando moral y éticamente a un estudiante, que insisten en la pureza, terminan creando demonios de hipocresía.
Cuando tenía unos siete años, fui al gran monasterio de Rumtek en Sikkim, la sede del 16º Karmapa, para recibir las enseñanzas e iniciaciones completas de Shangpa Kagyu dadas por Kalu Rinpoché. Me acompañaron mi tutor Ugyen Shenpen y Sonam Tashi. Casi todos los tulkus conocidos del linaje Karma Kagyu estaban allí, incluidos Shamar Rinpoché, Situ Rinpoché y Jamgon Kongtrul Rinpoché.
Durante esa enseñanza e iniciación en particular, dada por Kalu Rinpoché, dos cosas me dejaron una gran impresión. En raras ocasiones, el Karmapa se asomaba por el balcón y nos miraba a través del cristal. Siempre fue tan imponente y majestuoso y al mismo tiempo muy intimidante. Daba alegría verlo, pero también era tan aterrador. Si yo detectaba el más mínimo movimiento, miraba a ese lugar con la esperanza de que fuese él.
La otra gran impresión fue de una mujer que probablemente era mayor que mi madre. Ella fue mi primer flechazo. Siendo un ser humano que ha estado bajo el control de innumerables vidas de hábitos, atascado con dieciocho dhatus [conjuntos de elementos] y doce ayatanas [orígenes de la consciencia], mi deseo era insalvable. El objeto de mi flechazo resultó ser la madre de uno de los jóvenes rinpochés más amables, por lo que era una situación delicada. Ella estaba asistiendo a las enseñanzas con su marido. Si tuviera que clasificar las emociones (ignorancia, deseo, ira, orgullo), clasificaría a los celos y al orgullo como los más bajos. Decir que los celos no tienen sentido, es decirlo suavemente. Pero imagínate, un niño de siete años, celoso del marido de una mujer mayor que su madre. Ni siquiera le había hablado. Estoy seguro de que debí haberla mirado con una emoción delatadora, pero como yo era tan sólo un niño, para ella era solo un niño con ojos grandes. Estaba tan enamorado de ella que por la noche no podía dormir. Durante horas, mientras todos dormían, me quedaba allí tumbado imaginando todas las cosas que podía hacer con ella, nada sexual, sino matrimonio, caminar por las montañas nevadas, viajar en autobuses de dos pisos y poner un capullo de rosa en su oído, todas estas escenas hacían referencia a fotografías de películas de Bollywood. Si escuchaba una canción de Bollywood, me imaginaba que éramos nosotros los que cantábamos. Años más tarde, cuando fui a Londres, Nedup Dorjee me llevó a un tour por Londres en un autobús de dos pisos y al recordar esos días de Rumtek me sentí muy avergonzado.
Pero cuando tenía 16 años, fue una historia diferente. Una vez más, mi encuentro con una dama no fue en la cafetería de un instituto o en un bar sórdido, sino en un encuentro de Dharma. Esta vez el foco de mi atención fue una mujer francesa pelirroja de unos cuarenta años. Ella había venido desde París para recibir enseñanzas de Kyabje Dilgo Khyentse Rinpoché en Nepal y todos los días llevaba puesto algo diferente. A veces llevaba puestas faldas hasta la rodilla. No estaba acostumbrada a sentarse con las piernas cruzadas, así que cruzaba y descruzaba las piernas constantemente y si miraba en el momento adecuado podía verle las piernas y sus medias. Tenía tantos tipos diferentes de medias, de red y de seda. Mi encaprichamiento con ella se basaba principalmente en su estilo. Se podría decir que esa fue mi introducción a la moda francesa. No me di cuenta de que era algo francés: el lápiz labial, la sombra de ojos y los pañuelos. También su acento francés sonaba bien a mis oídos. Siempre se notaba que había llegado por su distintivo perfume. No me di cuenta de que era seductor porque no sabía qué era la seducción.
Me acuerdo de todo esto, pero no recuerdo su nombre, puede que incluso ya haya muerto. Los días que ella no venía a las enseñanzas, me encontraba buscándola pero tenía que tener cuidado. No solo tenía mis propios asistentes observándome, había muchos otros jóvenes rinpochés que siempre estaban atentos. Pero gracias a que mi lugar en la habitación estaba cerca de una ventana, podía ver su reflejo sin mirarla directamente. Sin embargo, ella debió haber notado que le estaba prestando atención.
Solo se lo conté a un amigo, cuyo nombre no puedo mencionar, y se sorprendió tanto de que encontrara sus pecas hermosas. Simplemente no podía entender qué era lo que me gustaba de esa enfermedad de la piel. Solo podía confiar en este amigo porque era muy comprensivo, de lo contrario, confesarle a la gente que me rodeaba que me interesaban las chicas, especialmente una chica pelirroja y con la cara pecosa, habría sido como confesar que quería unirme a un escuadrón suicida. Tenía que mantenerlo absolutamente confidencial. Me vino bien que los tibetanos no pensaran que ella era hermosa en absoluto porque así podía fingir desinterés fácilmente. Realmente tuve que ocultar mis emociones y afortunadamente por aquel entonces me había convertido en un experto. El reto era aparentar ser un buen disciplinado rinpoché mientras organizaba interacciones de cualquier tipo con esta mujer pelirroja vestida con múltiples colores.
Fue un noviazgo muy interesante porque no hablábamos el mismo idioma. Yo apenas hablaba inglés y ella tampoco lo hablaba mucho. Podía decirle a mi séquito que estaba con Dilgo Khyentse Rinpoché mientras trataba de tener una conversación con ella, pero requería de muchos trucos y mentiras. Las pocas veces que nos comunicamos — ella usando su inglés limitado y yo mímica y gestos de manos — tuve que interrumpir y salir corriendo sin explicación. Realmente tenía que actuar rápido. Ella debió haberse quedado tan perpleja. Desconociendo completamente mi situación, me invitaba a su casa a tomar el té o a dar un paseo, lo que supongo que era como invitarme a una cita. Pero aceptar tal invitación simplemente no era posible en absoluto. No podía retirarme ni por una hora. Para mí, incluso tener una conversación de 10 minutos era casi imposible. Incluso me invitó a hacer senderismo con ella. Ella no entendía que el único lugar al que podía ir solo era al baño, de lo contrario, había asistentes, monjes o lamas siguiendo cada uno de mis movimientos. Y ni siquiera yo era un lama de alto rango. Imagínate por lo que estaban pasando los lamas de alto rango. Pero creo que poco a poco empezamos a entender las intenciones y situaciones del otro. Como era adulta, sabía cómo reconocer a un enamorado y, como era de mente abierta, no trató de disuadirme.
Así que una noche, muchos de nosotros fuimos invitados a una cena formal por el embajador francés o alguna organización francesa. No fue en la embajada, sino en un restaurante o tal vez una especie de club privado. Había mucha gente allí, incluida esta pelirroja. En lugar de ir a la cena, los otros tulkus se fueron todos al cine, así que tuve que ir solo. Este evento estilo buffet fue una experiencia totalmente nueva para mí. La mayoría de nosotros fuimos atendidos al aire libre por chicos nepalíes que sostenían bandejas de entremeses. La gente entraba y salía. La mujer se acercó a mí, debía estar un poco borracha pero yo ni siquiera sabía cuáles eran los signos del alcohol por aquel entonces. Ninguna chica tibetana o butanesa se habría atrevido jamás a acercarse a mí mientras bebía. Pero ahora que lo recuerdo, debió haberlo estado.
Nos sentamos juntos en un banco cerca de un gran seto. Todos los demás estaban ocupados socializando, yendo por bebidas y comida a las mesas del buffet, al otro lado del jardín a media luz, pero nosotros no nos levantamos. La ausencia de luz y de idioma debió habernos ayudado a comunicarnos porque ella tuvo que acercarse cada vez más a mí. Ella me miró más de lo que yo la miré a ella porque en el momento en que ella me miraba, tenía que apartar la mirada.
De repente, ella cogió mi mano y se la puso debajo de su camisa. Me sorprendió este gesto inesperado y no sabía qué hacer para ocultar mis nervios. Mi instinto me dijo que quitara la mano y la oliera. Esto le hizo gracia, así que tomó mi mano, volvió a ponerla bajo su camisa y me dijo que lo hiciera de nuevo. Esa noche, cuando volví a casa, todavía podía sentir su crema facial en mi piel. En las enseñanzas del día siguiente, todavía estaba ahí a pesar de que me había lavado bien la cara, y me sentí muy incómodo y preocupado de que la gente se enterara. Pude oler su perfume en mí durante mucho tiempo.
Como escribió Arundati Roy: «En esos primeros años amorfos cuando la memoria apenas se empieza a formar, cuando la vida estaba llena de comienzos y no finales, y todo era para siempre …», comenzaron los fenómenos del enamoramiento y la necesidad de tener la existencia de otra persona.
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